Extraído de La Vanguardia, 26/08/2010
Era una mezcla de san Juan de la Cruz y Philip K. Dick, tamizado por Teilhard de Chardin. Tenía seis años más que Lorca y uno menos que Altolaguirre, el más joven de la generación del 27, y sólo ahora la labor que empezó su hija María José y siguieron gente como Eugenio Bonet, Bufill, Huerga, Gubern, Portabella o Erice ha hecho olvidar su olvido. El CCCB abrió el ciclo de cine experimental con su Trilogía elemental de España, el centro José Guerrero de Granada le acaba de dedicar una gran exposición y el Reina Sofía le reserva uno de los momentos estelares de su rentrée de otoño.
En España los creadores o son realistas o son místicos. Val del Omar (1904-1982) cruzó los dos extremos mediante su fe en la ciencia. Amaba las máquinas –vendía en Madrid autos Buick– y tras un viaje a París se compró una cámara con la que rodó una película fallida. El fracaso –150.000 pesetas de la época– le llevó a retirarse a las Alpujarras para meditar. A los amigos que le visitaban les ofrecía un dilema. Les daba a elegir entre una lupa o un imán. Si escogían la lupa, les incluía entre los occidentales; si el imán, entre los orientales; es decir, la razón analítica de Occidente o el arrebato de Oriente. Él, habitante de la Alhambra que había arabizado la caligrafía de su nombre, era el puente. Nacido en la casa de Ángel Ganivet –ahora Museo Falla–, le gustaba citar una de sus frases: “El misticismo español fue la santificación de la sensualidad musulmana”.
Cuando llegó la República, alentado por Manuel Bartolomé Cossío, se alistó, con Lorca, Miguel Hernández o María Zambrano, en las Misiones Pedagógicas, las caravanas culturales que, en una furgoneta o a lomos de mulas y burros, iban de aldea en aldea para desasnar la España educada por curas analfabetos. Hay una foto en la que se ve a Val del Omar explicando Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya a un puñado de campesinos arremolinados en la plaza con las manos en los bolsillos. El cineasta les proyectaba películas de Charlot y del Gato Félix y en ocasiones filmaba sus rostros, que al año siguiente proyectaba en el mismo lugar para que se adentraran en la magia del cine.
Acabada la guerra, aceptó el encargo de emitir eslóganes propagandísticos en una especie de pre hilo musical. “Necesitábamos simplemente comer”, se confesó después. “Quien en 1930 había soñado una cinta del ‘sentido místico de la energía’, su instinto de conservación propia, el hambre de los suyos y (por qué no confesarlo también) la vanagloria de sobresalir, sin tener conciencia de la trascendencia del daño, puso en marcha una polución sonora infernal que, cuanto más tiempo pasa más lo llena de pesadumbre, al sentirme uno de los fundadores de la cretinización colectiva”.
Entre 1953 y 1962 emprendió su trilogía. Una diagonal de Occidente a Oriente que glosara las correspondencias simbólicas del agua/aire (Aguaespejo, sobre Granada), el fuego (Fuego en Castilla, que da vida a las esculturas imagineras de Valladolid como si fuera un thriller metafísico) y la tierra (Ocariño galaico). Inacabada, aún planearía en 1968 una cuarta película, Ojala, sin acento en la a, a lo árabe, que debía ser “el vértice y el vórtice” de su tríptico. Y que hace referencia a su poema. “Quiero verte en los lugares todos/ buscar el agua del abismo, hermana,/morir de Dios por la descarga eléctrica/desquiciarme de amor,/soñar lo que se ama./¡Tonto! Dios está en ti/búscalo en tu cubo de basura./Fisión y fusión, la misma cosa/mira a tu alrededor/y descubre la apetencia eterna./Ojalá que te ayude a saltar/fuera de nuestro yo, de nuestro día, de nuestro orden./Ojalá que te ayude a respirar y arder/sin dejar rastro./Ojalá tires/tu reloj al agua”. Porque Val del Omar creía que “las circunstancias que nos rodean en el espacio de los relojes nos impiden sentir el Tiempo”. Tira tu reloj al agua fue el título que eligió Eugenio Bonet para la reunión del material póstumo del cineasta, una maravilla del cine lírico.
Val del Omar desconfiaba de la palabra y de la cultura encerrada en los libros. Fascinado por el cine, debió leer mucho a Nietzsche para escribir: “Por instinto. Yo quería fugarme del negro de los libros. Quería irme hacia la imagen luminosa. Como las mariposas son atraídas por la luz”. O sentenciar: “Lo intelectual ha provocado un cierto divorcio entre el cerebro y el corazón, entre el instinto y la conciencia. Ha separado el mundo de las cosas y el de las ideas, ha alejado los sentimientos de la gravedad y la lógica, ha incomunicado el arte y la ciencia”. El vértigo del cine, en cambio, ponía remedio a la palabra prostituida por mercaderes y reclamistas, pero –clamaba– no el cine que entontece. “La verdad –decía– es que muchos de nosotros vivimos entre máquinas de ensuciar cerebros, donde conquistar, sugestionar, seducir, alucinar, son actividades encomiables, admitidas como excelentes”. Él no buscaba hipnotizar al espectador, sino despertarlo e integrarlo en esa nueva arquitectura audiovisual.
El cineasta ansiaba un cine o una cinegrafía, como el la llamaba, que materializara su sueño táctil, un cine total. Por eso inventó un objetivo de ángulo variable para que la lente de la cámara imitara la versatilidad fisiológica del ojo humano, es decir, inventó el zoom antes de que los alemanes de Zoomar lo popularizaran. Se anticipó al súper 16 (que utilizaron los hermanos Taviani en Padre padrone doce años después), investigó la diafonía (previa al estéreo), las pantallas grandes y cóncavas (antecedente de sistemas como el IMAX), la visión táctil, los efectos especiales y el desbordamiento panorámico. Ansiaba integrar en el cine incluso olores y sabores y en este sentido es un pionero de la realidad virtual. Y a pesar de todo, murió ignorado en Madrid. Bonet supo que existía gracias al elogio del influyente teórico neoyorquino Amos Vogel. “Val del Omar –escribió su hija, sin disimular la rabia– ha muerto: estaba muriendo en Madrid hace cuarenta años entre el polvo y el caos burocrático. Apenas había conseguido vivir –de milagro– en esta ciudad inhóspita que desprecia cuanto ignora”.
Aguaespejo granadino (versión completa) de Val del Omar
Era una mezcla de san Juan de la Cruz y Philip K. Dick, tamizado por Teilhard de Chardin. Tenía seis años más que Lorca y uno menos que Altolaguirre, el más joven de la generación del 27, y sólo ahora la labor que empezó su hija María José y siguieron gente como Eugenio Bonet, Bufill, Huerga, Gubern, Portabella o Erice ha hecho olvidar su olvido. El CCCB abrió el ciclo de cine experimental con su Trilogía elemental de España, el centro José Guerrero de Granada le acaba de dedicar una gran exposición y el Reina Sofía le reserva uno de los momentos estelares de su rentrée de otoño.
En España los creadores o son realistas o son místicos. Val del Omar (1904-1982) cruzó los dos extremos mediante su fe en la ciencia. Amaba las máquinas –vendía en Madrid autos Buick– y tras un viaje a París se compró una cámara con la que rodó una película fallida. El fracaso –150.000 pesetas de la época– le llevó a retirarse a las Alpujarras para meditar. A los amigos que le visitaban les ofrecía un dilema. Les daba a elegir entre una lupa o un imán. Si escogían la lupa, les incluía entre los occidentales; si el imán, entre los orientales; es decir, la razón analítica de Occidente o el arrebato de Oriente. Él, habitante de la Alhambra que había arabizado la caligrafía de su nombre, era el puente. Nacido en la casa de Ángel Ganivet –ahora Museo Falla–, le gustaba citar una de sus frases: “El misticismo español fue la santificación de la sensualidad musulmana”.
Cuando llegó la República, alentado por Manuel Bartolomé Cossío, se alistó, con Lorca, Miguel Hernández o María Zambrano, en las Misiones Pedagógicas, las caravanas culturales que, en una furgoneta o a lomos de mulas y burros, iban de aldea en aldea para desasnar la España educada por curas analfabetos. Hay una foto en la que se ve a Val del Omar explicando Los fusilamientos del 3 de mayo de Goya a un puñado de campesinos arremolinados en la plaza con las manos en los bolsillos. El cineasta les proyectaba películas de Charlot y del Gato Félix y en ocasiones filmaba sus rostros, que al año siguiente proyectaba en el mismo lugar para que se adentraran en la magia del cine.
Acabada la guerra, aceptó el encargo de emitir eslóganes propagandísticos en una especie de pre hilo musical. “Necesitábamos simplemente comer”, se confesó después. “Quien en 1930 había soñado una cinta del ‘sentido místico de la energía’, su instinto de conservación propia, el hambre de los suyos y (por qué no confesarlo también) la vanagloria de sobresalir, sin tener conciencia de la trascendencia del daño, puso en marcha una polución sonora infernal que, cuanto más tiempo pasa más lo llena de pesadumbre, al sentirme uno de los fundadores de la cretinización colectiva”.
Entre 1953 y 1962 emprendió su trilogía. Una diagonal de Occidente a Oriente que glosara las correspondencias simbólicas del agua/aire (Aguaespejo, sobre Granada), el fuego (Fuego en Castilla, que da vida a las esculturas imagineras de Valladolid como si fuera un thriller metafísico) y la tierra (Ocariño galaico). Inacabada, aún planearía en 1968 una cuarta película, Ojala, sin acento en la a, a lo árabe, que debía ser “el vértice y el vórtice” de su tríptico. Y que hace referencia a su poema. “Quiero verte en los lugares todos/ buscar el agua del abismo, hermana,/morir de Dios por la descarga eléctrica/desquiciarme de amor,/soñar lo que se ama./¡Tonto! Dios está en ti/búscalo en tu cubo de basura./Fisión y fusión, la misma cosa/mira a tu alrededor/y descubre la apetencia eterna./Ojalá que te ayude a saltar/fuera de nuestro yo, de nuestro día, de nuestro orden./Ojalá que te ayude a respirar y arder/sin dejar rastro./Ojalá tires/tu reloj al agua”. Porque Val del Omar creía que “las circunstancias que nos rodean en el espacio de los relojes nos impiden sentir el Tiempo”. Tira tu reloj al agua fue el título que eligió Eugenio Bonet para la reunión del material póstumo del cineasta, una maravilla del cine lírico.
Val del Omar desconfiaba de la palabra y de la cultura encerrada en los libros. Fascinado por el cine, debió leer mucho a Nietzsche para escribir: “Por instinto. Yo quería fugarme del negro de los libros. Quería irme hacia la imagen luminosa. Como las mariposas son atraídas por la luz”. O sentenciar: “Lo intelectual ha provocado un cierto divorcio entre el cerebro y el corazón, entre el instinto y la conciencia. Ha separado el mundo de las cosas y el de las ideas, ha alejado los sentimientos de la gravedad y la lógica, ha incomunicado el arte y la ciencia”. El vértigo del cine, en cambio, ponía remedio a la palabra prostituida por mercaderes y reclamistas, pero –clamaba– no el cine que entontece. “La verdad –decía– es que muchos de nosotros vivimos entre máquinas de ensuciar cerebros, donde conquistar, sugestionar, seducir, alucinar, son actividades encomiables, admitidas como excelentes”. Él no buscaba hipnotizar al espectador, sino despertarlo e integrarlo en esa nueva arquitectura audiovisual.
El cineasta ansiaba un cine o una cinegrafía, como el la llamaba, que materializara su sueño táctil, un cine total. Por eso inventó un objetivo de ángulo variable para que la lente de la cámara imitara la versatilidad fisiológica del ojo humano, es decir, inventó el zoom antes de que los alemanes de Zoomar lo popularizaran. Se anticipó al súper 16 (que utilizaron los hermanos Taviani en Padre padrone doce años después), investigó la diafonía (previa al estéreo), las pantallas grandes y cóncavas (antecedente de sistemas como el IMAX), la visión táctil, los efectos especiales y el desbordamiento panorámico. Ansiaba integrar en el cine incluso olores y sabores y en este sentido es un pionero de la realidad virtual. Y a pesar de todo, murió ignorado en Madrid. Bonet supo que existía gracias al elogio del influyente teórico neoyorquino Amos Vogel. “Val del Omar –escribió su hija, sin disimular la rabia– ha muerto: estaba muriendo en Madrid hace cuarenta años entre el polvo y el caos burocrático. Apenas había conseguido vivir –de milagro– en esta ciudad inhóspita que desprecia cuanto ignora”.
Aguaespejo granadino (versión completa) de Val del Omar