miércoles, 12 de febrero de 2014

SUICIDE: LOS AÑOS SALVAJES

Luis Landeira
Jot Down, o7/2013



Es uno de los grandes misterios de la prehistoria: la música. Es imposible saber qué diablos cantaban o tocaban los hombres de las cavernas, ya que ningún registro sonoro o escrito ha llegado hasta nuestros días. Sin embargo, los paleontólogos han encontrado indicios de primitivos instrumentos musicales y de representaciones artísticas de los mismos que datan del Paleolítico medio. Aerófonos, idiófonos, membranófonos, cordófonos… Alguno de estos instrumentos, como la bramadera (una placa de madera o metal con un orificio en un extremo para atar una cuerda, que se hace sonar girándola a gran velocidad) todavía es usada en ciertas tribus de Australia y Nueva Zelanda. Otros, son arcaicas flautas fabricadas con falanges de enormes bestias. En cuanto a la percusión, los hombres de la Edad de Piedra usaban piezas de marfil, mazos y huesos de mamut. Hasta bien entrado el Neolítico no se empezarían a utilizar cuerdas. Poco después, con los metales, llegó el escándalo: sonidos como «dong», «klang» o «chin» empezaron a ser habituales en las sesiones protomusicales de aquellos enigmáticos y velludos especímenes. Los expertos no se ponen de acuerdo cuando discuten sobre el tipo de sonidos que los cavernícolas perpetraban con sus rudimentarios cacharros, pero no hace falta poseer inteligencia de Homo sapiens para suponer que predominaban el ruido y los alaridos.

Cabe imaginar una profunda y oscura cueva de Bang Chieng (Tailandia), con las paredes llenas de pintadas, donde las bestias pardas se reunían para golpear sus antediluvianos instrumentos, en un desesperado intento de expresarse. Como en 2001, una odisea del espacio, uno de los cavernícolas sale de la cueva, agarra un hueso de mamut y lo tira al aire. Una vez más, se produce la elipsis espacio-temporal: el hueso se transforma en un teclado Wurlitzer de 50 dólares, que cae en manos de un chaval menos peludo que el cavernícola, pero no mucho más agraciado. Se llama Martin Reverby y acaba de conocer a Boruch Alan Bermowitz. Martin Rev y Alan Vega para los amigos. Corre 1970 y estamos en Nueva York, en The Project of Living Artists. Una cueva subvencionada por el Ayuntamiento para fomentar actividades artísticas, que pronto se llenó de yonquis, alcohólicos, cantamañanas y pintamonas. «Estaba abierto 24 horas al día y cualquiera podía ir allí en cualquier momento a hacer lo que le saliera de los cojones, yo era uno de los socios que lo abrieron, se supone que hacía las funciones de un conserje, o sea, que tenía las llaves», recuerda Vega, que además de crear extrañas esculturas con basura tecnológica, experimentaba con chatarras y soniquetes: «hacía loops, ruidos industriales, drone, esas cosas». Rev, por su parte, tocaba el teclado con Reverend B, un destartalado combo de free jazz / rock. En aquel tugurio pagado con los impuestos de los honrados trabajadores norteamericanos «había de todo, radicales, vagabundos y un montón de drogas», según cuenta el músico. Martin se dejó caer por allí algún día y, en cuanto se conocieron, él y Alan decidieron que no les quedaba más remedio que trabajar juntos. Al fin y al cabo, los dos tenían una edad parecida (rondaban los 30) y el mismo objetivo: hacer más ruido que una jauría de australopitecos.


Nacidos bajo el signo de Saturno

Antes de empezar a trabajar, Alan y Martin necesitaban hacer un naming para su proyecto. Ese era, tal vez, el mayor reto. Rev pasó una noche en blanco rumiando nombres, pero, tras apuntar unos 500, decidió que todos apestaban y tiró los papeles por el váter. Al día siguiente, se fue de empalmada al Project of Living Artists, se tomó un café doble y se sentó en una esquina con Alan. Y allí, en aquella apestosa cueva, entre parias y músicos que hacían un ruido ensordecedor con sus cuerpos e instrumentos, Rev y Vega, Vega y Rev (tanto monta, monta tanto) dieron con la palabra Suicide. Sobre el origen, hay dos versiones: Alan dice que se le ocurrió a él: «Estaba leyendo una historieta del Motorista Fantasma titulada Satan Suicide, así que propuse llamarnos así, pero lo acortamos a instancias de Martin». Rev, por su parte, apunta que alguno de los chalaos que estaba en la cueva balbuceó la palabra «suicide»: «me pareció un nombre perfecto para un grupo de rock’n’roll». Sea como fuere, estaba decidido: se llamarían Suicide. Alan tatuó el maldito palabro, en letras grandes y macarras, en la espalda de su chupa de cuero. Y, en cuanto salió a la calle, se dio cuenta del disparate que habían cometido con su sangriento bautismo: los peatones le tiraban piedras y lo insultaban al verlo. Años después, con su debut discográfico ya en las tiendas, las emisoras de radio se negarían a pincharlo sin llegar a escuchar sus canciones, solo por llamarse como se llamaban. ¡Y eso que le habían quitado lo de Satan! Pero la (mala) suerte estaba echada: el dúo había nacido under a bad name y lo arrastraría hasta el fin del mundo.

Tenían lo más importante, que era el nombre. Y ahora les hacía falta lo segundo más importante: un look. Ya que ambos habían crecido en las calles, y no eran precisamente unos adonis, decidieron adoptar una pinta inspirada en las peligrosísimas bandas callejeras que entonces pululaban por Manhattan y que tan bien había plasmado Sol Yurick en su novela The Warriors (1965) (que, más de una década después, daría lugar al filme de culto homónimo). Ni corto ni perezoso, Martin se lió la manta a la cabeza y consiguió un montón de trapos en el Ejército de Salvación y en los cubos de basura. Y con eso se apañaron, logrando una imagen impactante, agresiva, agitanada y callejera. Cualquiera que los viera, no sabría si eran mendigos, beatniks, artistas, terroristas o algo peor. Alan metía miedo con su chupa de cuero de talla infantil, sus vaqueros raídos y su boina de pandillero. Y Martin lucía un terrorífico pelazo afro, enormes gafas de insecto, chaqueta de chándal de alevín y pantalones pitillo ultraceñidos. Hicieron la prueba de fuego dando un paseo por la calle, después de la puesta de sol: efectivamente, los peatones ya no les tiraban piedras; ahora, cambiaban de acera al verlos venir. Ya estaban vestidos para matar. Vestidos para fracasar.



Los primitivos del futuro

El cuartel general elegido por el estrafalario dúo fue The Project of Living Artists, que para eso era gratis y abría 24 horas al día. Esto les venía de perlas, puesto que Martin vivía en un cuartucho con su mujer y Alan, directamente, no tenía casa. En sus primeros ensayos, tiraron por lo analógico: Alan arañaba la guitarra, soplaba la trompeta y chillaba cual cerdo en el matadero; Martin aporreaba la batería como si se tratara de su peor enemigo. Aquello sonaba a rayos y truenos y centellas, pero de una cosa no había duda: tenían química y, aunque nadie entendiera nada, ellos se lo pasaban pipa. Para empezar no estaba mal, pero Martin llegó a una sabia conclusión: con el teclado Wurlitzer haría mucho más ruido y sudaría bastante menos que con los tambores y los platillos. Dicho y hecho. Aquello iba mejorando: Alan golpeando la guitarra con el micro, a grito pelao, mientras Martin creaba una caótica atmósfera, acoplando distintos efectos sonoros de su flamante teclado. Aquí no había partitura, ni siquiera notas tomadas previamente en un papel: todo era pura improvisación. Actuaban como jazzmen descerebrados o bestias primitivas. Pero, pese a que todo el instrumental estaba oxidado e infectado, las canciones iban naciendo como hijos deformes de un parto prematuro. Con más pena que gloria y a trancas y barrancas. Esqueletos de títulos primigenios como Jesus Junkie, Methedine Mary o Speed Queen. Pero básicamente lo que se oía eran chillidos y ruidaco. Acababa de nacer el protopunk electrónico, aunque nadie (ni ellos mismos) lo sabría hasta mucho tiempo después.

No contentos con la bulla que montaban, Alan y Martin decidieron rizar el ruido. Para ello, incorporaron a la banda un guitarrista y, poco después, una batería, que no era otra que la esposa de Rev. La batería femenina no duró ni dos telediarios, por dos motivos fundamentales: a) ella prefería concentrarse en sus cuadros y b) a ellos, por muy fans de la Velvet que fueran, no les parecía serio tener una chica a los tambores (tal vez conscientes de que la mujer es civilización y el hombre, barbarie). Ni tampoco les parecía serio tener un chico a la guitarra (tal vez conscientes de que lo analógico era tradición y lo digital, revolución). Querían ser un dúo electrónico, algo nada habitual por aquel entonces (si bien en años posteriores, a rebufo de Suicide, llegarían Soft Cell, Eyeless in Gaza o DAF entre otros). Pero, qué diablos, tampoco tenían una pinta normal, ni hacían música precisamente convencional. En el siguiente ensayo, Martin le sugirió a Alan que cambiara los chillidos por susurros para fundirse con el magma electrónico supurado por su teclado y así se fue formando su estilo. Balbuceos guturales que eran como una parodia demente de Elvis y, de vez en cuando, un chillido para romper la tensión sexual. Aquello ya era un germen del inconfundible sonido Suicide.

Alan y Martin dieron su primer concierto oficial a finales de 1971. Y lo hicieron en The Museum of Living Artists, cómo no. Por aquel entonces, no había muchos sitios donde tocar en Manhattan, y los que existían querían ganar pasta y vender birras, no a dos locos que espantaran a la clientela con alaridos y sonidos de radio estropeada. Así que el Project parecía el lugar ideal para dar su salto de cisne. Y saltaron, pero, como les suele ocurrir a ciertos personajes de dibujos animados, una vez en el aire se dieron cuenta de que no tenían alas. Entonces miraron hacia abajo, pusieron cara de resignación y se cayeron con todo el equipo. El público les tiró sillas, mesas y todo lo que había en aquella cueva y Alan tiró todos los instrumentos a la basura. «Tengo ganas de suicidarme», pensó. Pero, antes de hacerlo, decidió intentarlo de nuevo, que no dejaba de ser otra forma de suicidio mucho más lenta. Huyendo hacia adelante, Martin y él se patearon las calles de Nueva York y no pararon hasta encontrar un sitio donde perpetrar otro atentado sonoro. Y… ¡eureka!



Se llamaba Gaslight au Go Go y era un tugurio en el que había actuado Jimi Hendrix a principios de los 60, años antes de ser descubierto por el productor británico Chas Chandler. En su diminuto escenario, Suicide empezaron a tocar y, como recuerda Rev, «aquello sonó tan fuerte y poderoso que todavía puedo oír el eco». ¿Resultado? A los tres minutos de actuación, la dueña del garito cortó la electricidad y Suicide se quedaron con el chillido en la boca. Tras batir todos los récords de no permanencia sobre un escenario, buscaron un nuevo club, Ungano’s, por cuya palestra habían pasado el Captain Beefheart o Iggy Pop. «Si aguantaron las locuras de la Iguana, deben tener buenas tragaderas», pensó Martin, así que habló con el dueño y consiguió convencerlo para que les dejara tocar un finde. El viernes de debut, a eso de las diez de la noche, Suicide empezaron su actuación. BBBBzzzzBBZZZBZBbzzzzz. Cuatro borrachines empedernidos miraban a aquellos dos tipos que hacían ese ruido horrísono. Uno de ellos, irritado, les tiró un vaso. Y se lió parda. Para más inri, en el piso de arriba, había una despedida de solteros, que bajaron en tropel asustados por la escandalera. Uno de los interfectos fue agredido por Alan. Del resto se ocupó Martin, que le dio a tope al teclado y consiguió vaciar por completo el local. El dueño les pidió que, por el amor de Dios, no volvieran nunca por allí. ¡Ni para tocar, ni como clientes!

Demasiado pobres para el rock’n’roll

Eric Emerson and the Magic Tramps, The New York Dolls, The Stooges… En aquellos tiempos todo el mundo que rodeaba a Suicide se metía de todo. La contracultura de las drogas nacida a finales de los 60 se enriquecía con la incorporación de nuevas sustancias que los artistas de toda América estaban locos por probar, para estimular la creatividad. Pero los prepunkis neoyorquinos iban aún más lejos: lo hacían porque sí, se drogaban por puro nihilismo, por instinto autodestructivo, por amor al vicio. Alan y Martin eran los únicos que no tomaban drogas. Alan asegura que «todo el mundo me ofrecía heroína, pero yo no estaba interesado en esa mierda. Jamás he comprendido a la gente que se mete drogas depresivas. Son un coñazo. Y en aquellos tiempos lo hacían todos. Ese rollo de sexo, drogas, rock’n’roll, vive rápido y muere joven. Bah. Por otro lado, nosotros éramos demasiado pobres hasta para comprar drogas». Martin añade que «la escena de principios de los 70 copiaba en todo a los Dolls, por eso se drogaban y tocaban glam rock. Pero como nosotros hacíamos una cosa tan rara, íbamos a nuestra bola. No nos sentíamos parte de ninguna escena. Y no nos drogábamos. Y no por nada. Habíamos probado casi todo: ácido, coca, maría, crack… Pero simplemente no era nuestro rollo». Vamos, que Suicide no tomaban drogas, ERAN una droga. Y de las duras.

En el año 72, cuando aún era posible vivir en Manhattan sin tener un duro, ser artista resultaba relativamente sencillo. Alan había estudiado arte y física en el Brooklyn College, y en los 60 militó en la Art Workers’ Coallition, un grupo de artistas terroristas que perpetraban una especie de escraches en museos y llegaron a rodear el MOMA con barricadas. Ahora, bajo el seudónimo de Alan Suicide, hacía esculturas con desperdicios tecnológicos, un poco en la línea del videoartista surcoreano Nam June Paik, pero en guarro y punkarra. Agarraba un montón de televisores averiados, luces de neón, crucifijos luminosos, cables, tubos fluorescentes y demás basura eléctrica y les daba caprichosas pero hipnóticas formas abstractas. Gracias a sus contactos en el emergente mundillo del arte underground, Vega logró colocar sus esculturas catódicas en la galería OK Harris. Con la excusa de la presentación, Suicide tocaron un par de veces, con más pena que gloria.

Conscientes de que el público arty era demasiado sofisticado para escuchar sus atentados sonoros, volvieron a intentarlo en salas, currándose unos flyers donde incorporaban un nuevo vocablo, que Alan había descubierto en un texto de Lester Bangs: «PUNK». Era la primera vez en la historia que se utilizaba el palabro en un anuncio de un concierto: Punk music by Suicide. Con las fuerzas renovadas y a un volumen ensordecedor, tocaron en el Village Vanguard, antro jazz por cuyo escenario habían pasado luminarias como Miles Davis o Thelonious Monk. El dueño de la sala, de ochenta y tantos años, dijo «me gusta lo que hacéis, aunque quizás suena un poco bestia». Pero la concurrencia no opinaba lo mismo. Y les tiraba latas y botellas o se largaban con viento fresco. Y ellos, respondían con furia tibetana: «Cuanto más negativa era la reacción del público, más agresivos nos poníamos», sentencia Alan.

Sangre, sudor y ruido

Las actuaciones en cuevas subterráneas se sucedían y el respetable, que nunca superaba las 10 o 20 personas, no aguantaba ni un cuarto de hora de reloj. Cuando se iban, Alan los despedía con insultos, gritos y microfonazos. Por si esto no fuera suficiente, empezó a llevar a los conciertos una cadena de moto, para girarla en el aire, propinar férreos latigazos al público y, de paso, hacerse pupa a sí mismo. Lo de la autolesión lo aprendió en un concierto de los Stooges, en 1968: cuando vio a Iggy Pop cortarse con un cristal roto, Alan lo definió como «arte contemporáneo». Así que la autolesión pasó a ser para el cantante de Suicide una forma de llevar su grito al límite, de arrancarse la rabia a golpes y de darle sentido al nombre del dúo. Cuando no había cadena de motos, el venado vocalista cogía lo que tuviera a mano (una trompeta, un vaso, un micro) y se golpeaba el cuerpo con ello. La sangre salpicaba a los espectadores. Alan chillaba y la saliva también regaba las caras del público que, a su vez, le respondía con sus propios lapos y puñetazos. Todo muy interactivo. Todo muy punk. Mientras, Rev le daba duro a su teclado: entraba en trance, lo golpeaba con un pie de micro, las teclas saltaban, seguía dándole, le sangraban los dedos. Cuando terminaba la actuación, había un charco de sangre y babas en el suelo. Pero entre el público ya no quedaba ni un alma. Solo Alan y Martin se lo habían pasado más o menos bien o más o menos mal. Ni ellos podrían decirlo. Pero, de alguna manera, necesitaban esa catarsis. Lo soltaban todo, se peleaban con el público, lo largaban y hasta la próxima. Si, como dice Jorge Ilegal, «el rock es una señal sonora y electrónica que induce a la violencia», lo de Suicide era, efectivamente, rock con mayúsculas.

Hilly Kristal llevaba toda la vida dedicado a la hostelería musical. Entre otras cosas, en los 50 había regentado el mítico jazz club Village Vanguard y en los 60 cofundó el Central Park Music Festival, en el que participaron titanes del calibre de Ike & Tina Turner, The Doors, Curtis Mayfield o Patti LaBelle. Tras un par de tropezones, en 1973 abrió el CBGB’s. Como sus siglas indican, era un bar que tenía vocación de consagrarse a la música Country, Blue Grass y Blues. Pero el destino tenía otros planes y acabaría convirtiéndose en epicentro de la explosión punk y new wave neoyorquina. El alquiler del CBGB’s era una ganga y estaba rodeado de edificios industriales, así que no había peligro de que los vecinos se quejasen por el ruido. Las pocas viviendas que estaban habitadas, eran albergues llenos de despojos sociales: yonquis, alcohólicos, esquizofrénicos, Hell’s Angels, exconvictos, veteranos de Vietnam… y el legendario escritor y gurú opioide William Burroughs, cuyo búnker estaba ahí, puerta con puerta. Dado que era uno de los pocos bares sin ley de la zona, toda esta chusma empezó a reunirse en el CBGB’s, que acabó convirtiéndose en un peligroso sumidero. El local apestaba a alcantarilla, puesto que, al no disponer de aseos, los parroquianos hacían sus necesidades por todas partes. La grumosa y radiactiva cerveza que servían, destilada en el propio local, tampoco olía precisamente a rosas. Y, encima, los perros del dueño (que vivían en la trastienda del local con él y su parienta) solían escoger como cagadero el escenario. En dos palabras: el lugar perfecto para una actuación de Suicide: «Tocamos allí con un grupo de Brooklyn, llamado The Fast, mucho antes de las actuaciones de Television o de los Ramones que pusieron de moda el local», presume Martin. Kristal reconoce que «no conseguía pillar la música de Suicide. Pero ellos me caían de puta madre. Así que los dejé tocar los domingos por la tarde». La reacción del salvaje público de la sala fue desigual, pero la mayoría llevaban tal colocón que pasaban de todo. Ni que decir tiene que Alan y Martin estaban en su salsa, allí, en un escenario lleno de ratas, botellas rotas y mierda de perro. Haciendo música de mierda. Sin que a nadie le importara una mierda.

A la caza

Tocar en el mítico Max’s, warholiano templo frecuentado por la modernidad de la época, no fue tan fácil. Reptaba el verano del 74, el calor era enfermizo, y ese par de locos sudados, agitanados y vestidos como vagabundos del espacio exterior sobrepasaban incluso la manga ancha de Warhol para la excentricidad. Pero Alan tenía mucho tiempo libre, así que se fumó un porro de marihuana y, blanco como una vela, se apalancó en el despacho del agente del Max’s. Como no fumaba habitualmente, se pilló un ciego del 15 y no se movió de allí hasta que consiguió una fecha, que el agente le concedió porque creía que aquel gitano con boina se estaba muriendo y no quería ser él quien tuviera que enterrarlo. Así, Suicide dieron una demoledora y ultraviolenta actuación en el Max’s. Poco después, la sala era clausurada.

En 1975, Alan y Martin ya no sabían donde caerse muertos. Los pocos locales de la ciudad con escenario o estaban cerrados o les prohibían la entrada. Así que optaron por probar suerte en otro sumidero: el club gay Mothers, justo enfrente del famoso Chelsea Hotel. Como puede comprobar cualquiera que eche un ojo al filme Cruising de William Friedkin (aunque sea algo posterior), por aquel entonces los locales de ambiente eran tugurios infectos donde muy poca gente se atrevía a entrar. El gay pride no había eclosionado y esos lugares rozaban lo clandestino. Los homosexuales aún estaban lejos de ser domesticados por el (presunto) SIDA, la (frívola) posmodernidad y el (adocenador) lobby. Eran, muchos de ellos, individuos subterráneos y políticamente radicales, que practicaban un sexo salvaje y temerario, experimentaban con todo tipo de drogas y eran muy permeables a la cultura más extrema y underground. Y fue aquí, en el mismísimo infierno rosa, donde Suicide se encontraron con la horma de su zapato. Aunque la primera vez había solo diez personas mirando, la segunda ya eran 20 y la tercera 40. Decididamente, aquellos tipos o eran masocas o realmente disfrutaban con el degenerado show de Suicide. El relativo éxito les valió para conseguir una fecha en el Club 82, un bar de travelos de la calle East 4th, por el que solían pasarse Bowie y Lou Reed. Aquí la reacción del público fue menos entusiasta: de hecho, el/la portera, una drag queen de dos metros de altura, llegó a insultarlos y escupirles mientras salían por la puerta con sus bártulos. Él/ella no lo sabía, pero, con el tiempo y una caña, los lapos se convertirían en los nuevos aplausos.


Electrodomésticos y cajas de ritmos

Tras su «triunfal» gira por las cloacas de Manhattan, Suicide volvieron a su batcueva. Allí, decidieron introducir el primer elemento que impondría cierto orden y compás en su caos sónico: una caja de ritmos. Como el presupuesto del dúo seguía siendo paupérrimo, Martin Rev se vio obligado a buscar y rebuscar en el mercado de segunda mano. Y se fue a por la más barata: una Seagrams que costaba 30 dólares y había pertenecido a una poetisa adolescente que se acababa de suicidar; su familia puso a la venta el instrumento porque no sabía para qué servía aquella extraña máquina que su hija escondía bajo la cama. Vega cuenta que «la caja de ritmos resolvió el problema del batería: ya no estábamos obligados a pagarle a nadie y así teníamos un dólar más cada día para comprar sándwiches». Sin embargo, aunque la caja de ritmos articuló un poco el sonido Suicide, no los sacó de pobres, precisamente. Porque, vamos a ver: se seguían llamando Suicide, seguían siendo un par de desgraciaos feos y malvestidos y seguían saliendo al escenario sin ningún instrumento reconocible. Y, como dice Rev, «por aquel entonces, era un puto insulto al público no tener guitarras y baterías en tu grupo. Era como si te estuvieras riendo de ellos».

Pero la incorporación del «tercer miembro», al menos, tuvo un efecto: les entraron unas ganas locas de zanjar canciones, de componer piezas cerradas en lugar de abandonarse a la improvisación demente. Cada semana, se encerraban en el Project of Living Artists a hacer ruidaco mangui, la mayoría piezas de entre tres y cinco minutos, aunque a veces se les iba la pinza y acababan estirando durante horas una misma canción. Muchas las grabaron en cintas (cosa que les obligaba a limitarse a un minutaje). Algunas de estas piezas de protoelectropunk o synth pop minimalista de corte experimental, mucho más centradas que los desbarres anteriores, se publicarían décadas después, en el CD extra que acompañaba a la reedición de su segundo disco. The first rehearsal tapes las llamaban, o sea, «las cintas de los primeros ensayos», lo cual no es rigurosamente cierto, pero bueno… Alan explica así los pormenores técnicos de aquellas sesiones: «Teníamos un amplificador de guitarra con dos enchufes. Marty conectaba la caja de ritmos y el teclado en uno, y yo enchufaba el micro y la grabadora en otro. Hay cosas buenas en esas grabaciones. Cosas que no podríamos repetir nunca más». Algún crítico pedante (valga la redundancia) calificó aquellas «cosas» de «aventuras extáticas». ¿La pega? Ya carecían de la desesperación y la locura que caracterizaba sus primeros directos. Poco a poco, la cosa se fue equilibrando: víscera y cerebro se pusieron a la altura, la melodía domó al ruido y las influencias más básicas del dúo (Elvis en particular y todo el rock’n’roll, doo-woop, boogie y rythm & blues primitivo en general) empezaron a asomar, siempre ensombrecidas, eso sí, por los tonos espectrales y los ruiditos raros que Rev le sacaba a su sintetizador estropeado. Pero aun a pesar de eso, Suicide se convirtieron en un grupo que se podía escuchar sin sufrir una apoplejía.


Lo siguiente sería, ya, pasar por un estudio de grabación, ese aséptico laboratorio donde la espontaneidad es troquelada por la técnica. Con los indomables Suicide lo consiguieron a medias. Aún escuchado hoy, su primer disco, publicado en 1977, es una burrada (una burrada que, a estas alturas, ha sido asimilada, requetecopiada y elevada a la categoría de clásico por músicos, crítica y público). Pero fue, como una boda, el principio de la decadencia, si bien el dúo continuó dando shows tan agresivos e insultantes como el de junio del 78 en el Ancienne Belgique de Bruselas, teloneando a Elvis Costello, que acabó en batalla campal con el público. Pero nada volvió a tener la pureza de los primeros años, de aquellas actuaciones que perpetraron entre 1970 y 1975. Como ocurre con los sonidos prehistóricos, no se conservan grabaciones o documentos que las atestigüen (su primer directo, Half Alive, recoge material grabado a partir del 75). Pero los poquísimos (des)afortunados que las contemplaron nunca pudieron olvidarlas: «es la música más acojonante que se puede escuchar estos días, y uno de los espectáculos más bizarros que han pasado ante mis ojos», escribió Roy Hollingsworth en el semanario Melody Maker, en 1972. Y la mejor prueba es que el resto es historia: su segundo disco, también brillante, pero mucho más comercial. Y los demás, cada vez menos sorprendentes, aunque Rev y Vega sean sinónimo de obra interesante, tanto juntos como por separado o acompañados por terceras personas: el Cubist Blues registrado por Vega en 1996, en un edificio neoyorquino sin electricidad, junto a otro par de malditos como Ben Vaughn y Alex Chilton, es la mejor prueba de que quien tuvo, retuvo: una grabación sucia e intempestiva generada por tres perros viejos que ya no tenían nada que perder, pues habían dejado atrás los 40 y los éxitos siempre se les habían escapado de las manos. Born to lose.

Al igual que Big Star y otras pandas de perdedores, Suicide jamás fueron superventas, pero dejaron una huella indeleble en el devenir de la música pop, calando a cientos de artistas: desde The Jesus & Mary Chain a My Bloody Valentine, pasando por U2, Stereolab, Los Caramelos de Charlie Mysterio, The Chemical Brothers, Pan Sonic, Spacemen 3, Corcobado, Jon Spencer’s Blues Explosion, Fasenuova, Joy Division / New Order, Loop, Antonna, Foetus, Los Bichos, Bruce Springsteen, Dúo Cobra, Young Marble Giants, Sigue Sigue Sputnik, The Kills, Meteoro y mil más. Todos ellos han asimilado, cada uno a su manera, la esencia de Suicide. Como bien dijo el crítico Wilson Neate, «fueron tan influyentes como los Clash». Y el poso sigue ahí, extendiéndose.

Pero, sin duda, resulta aún más fascinante el precedente que crearon con aquella primera etapa, salvaje y radical, que presagió la ruidosa y revolucionaria explosión de dúos de música industrial y power electronics con vocación outsider, siempre al margen de la industria musical, de la sociedad y del sistema. Me refiero, por supuesto, a Esplendor Geométrico, Whitehouse, Ramleh y demás kamikazes del noise & shout. Sin embargo, en los conciertos de grupos noise, apenas hay interactuación entre artista y público: el dúo echa su mierda sónica, los oyentes (ya iniciados) tragan inmóviles y adiós muy buenas. Es un espectáculo extremo. Pero no se da aquella comunión violenta del electropunk.

Y es que, por más que los ecos ecos ecos del grito atemporal de Alan Vega resuenen en nuestros días y por más que haya gente que jure y perjure haber estado allí y nos cuente cómo cree que recuerda que fue el show, todos nosotros seguiremos sin saber qué es lo que de verdad ocurría en ciertas cuevas neoyorquinas, entre 1970 y 1975, cuando, ante un puñado de temblorosas y atónitas personitas, aparecían aquellos dos demonios de ultratumba, Alan y Martin, Martin y Alan (tanto monta, monta tanto) ataviados con harapos, sangrando como Cristos, empuñando cadenas, con los ojos refulgiendo llenos de sed, aporreando teclados sin teclas que emitían ruidacos de otro mundo y vomitando alaridos incomprensibles. Un ruidaco y unos alaridos que, pese a su lacerante primitivismo, no dejaban de ser profundamente modernos. Era (es) el grito del hombre contemporáneo ante el horror de vivir en plena Edad Sombría, en la fase final de la trayectoria descendente de la humanidad. Era (es) el sonido del Apocalipsis.